Con frecuencia experimento una sensación extraña cuando tengo que desprenderme de una pieza de ropa que me ha acompañado durante algún tiempo.
Me da la impresión de que la estoy traicionando.
Es como si, de tanto ponérmela y quitármela, se hubiera creado un vínculo difícil de explicar.
En mi opinión, hay una transferencia parcial de nuestra personalidad que provoca que, aquel pantalón ya desgastado por el uso (con las costuras forzadas por ser de alguna talla más pequeña que la que necesitamos), haya adquirido una singularidad propia de un ser vivo.
O ese jersey irremediablemente manchado. O aquella camisa encorsetada, cuyos botones se ven sometidos a aguantar más presión que los tornillos de un submarino…
Y no digamos de los zapatos!
Los zapatos son… un caso aparte!
Con el calzado se alcanza un estadio superior. Sobre todo por parte de las mujeres.
¿Por qué ese apego? ¿Por qué cuesta tanto jubilarlos?
Parece que al habernos acompañado fielmente durante muchos de los pasos que hemos dado en nuestra vida, se les haya impregnado simultáneamente un fuerte olor a humanidad (que recuerda a ciertos productos lácteos curados durante largo tiempo) y también un hilo de nuestra personalidad más auténtica.
A ellas les sedujo su escote. Esa elegancia con la que se adaptaba a su empeine y dejaba insinuar el principio de los dedos.
Se enamoraron de aquellos talones que las hacían más esbeltas… y que las ensalzaban a un trono donde su emergente feminidad las hace casi divinas.
Se quedaron prendadas incluso de los andares a los que les obligaba el ir embutidas en aquella prisión pedicular, que requiere sacrificio y genera dolor a partes iguales… pero que, las reinas de la moqueta (o del asfalto), están dispuestas a aceptar voluntariamente.
Los sinuosos devaneos que dibujan sus caderas con cada paso firme que dan… ¡valen el precio que pagan!
Esos zapatos que, además de todas sus virtudes, tenían exactamente el mismo tono y color que el pañuelo que tanto les gustaba. Esos, que suponía el broche de oro a la elegancia personificada… ¡Esos!… nunca acaban en el cubo de la basura.
Permanecen momificados en su sarcófago de cartón en el fondo del armario. A veces incluso dentro de la misma caja en la que fueron comprados, hace ya muchos años atrás y con muchos kilómetros andados.
Parece como si ellas, sus propietarias, tuvieran la esperanza de su resurrección. O quizás estén pendientes de encontrar a un zapatero que consiga el milagro de su restauración.
Esos zapatos, los tienen interiorizados como una segunda piel y nunca podrán renunciar a ellos.
A menos que sus madres o su pareja, en un acto de traición sin posibilidad de perdón alguno, se hayan cansado de verlos ocupar espacio y hayan aprovechado un fin de semana para finiquitarlos.
Con nocturnidad y alevosía.
Sin previa consulta… para ahorrarse el enésimo NO.
Las comprendo… más que entenderlas. Porque entenderlas me resulta más complicado.
Pero tranquilos. No me voy a meter en este jardín del que no se puede salir si no es maltrecho y criticado.
…
La foto del polo rosa tiene su historia.
El del cocodrilo pertenecía a mi padre. Ya hace unos años que nos dejó y a pesar de nuestras diferencias y de su carácter (y del mío), le echo en falta.
Heredé esta prenda porque también heredé su genética… y de los 4 hermanos quizás yo soy quien más recuerda a él. Sobre todo, en cuanto a perímetro abdominal.
Me lo he puesto muchas veces y siempre he sentido algo especial.
Lo he arrastrado hasta su práctica extinción. Si os fijáis, tiene todo el cuello desgastado, el color diluido, la textura de la ropa agotada. En algunas zonas incluso empezaba a transparentar.
Y lo más doloroso… de tanto llevarlo se habían ido generando algunos rotos, distribuidos aleatoriamente por toda la prenda, que ya no hacían reconciliable su uso ni que fuera curándolo a remiendos…
Pues, aun así, a pesar de su lamentable estado, me ha dolido desprenderme de él.
He tenido que encontrar otro polo, prácticamente del mismo color y de la misma hechura (aunque de otro proveedor), para que un día que lo llevaba puesto, me decidiera a comprarlo para hacer el reemplazo (no sustituirlo, porque es insustituible).
Ha sido un acto en vano, porque el nuevo… ¡todavía no lo he estrenado!
