La llave de la infelicidad

Las llaves son un mal invento. Necesario, pero malo.

Hay mucho de leyenda y bastante de freudismo en la percepción idílica que asociamos a las llaves. Es una imagen estereotipada. Nos imaginamos que las llaves abren las puertas del paraíso y de la libertad.

En mi época de asalariado de multinacionales que se dedicaban a la comercialización de maquinaria industrial, el icono de la llave se utilizaba en las presentaciones de PowerPoint para simbolizar que nuestro producto abría las puertas a la solución de todas las necesidades y requerimientos del cliente.

La llaves, para nada son la solución. Las llaves no fueron pensadas para abrir. En realidad fueron pensadas para todo lo contrario: para cerrar. Para proteger nuestros bienes y nuestra casa frente a los extraños.

Las llaves son avaricia y desconfianza. Nacieron cuando la evolución del hombre le empezó a permitir acaparar propiedades y evidencia una clara desconfianza con los demás individuos, puesto que los presupone amantes de lo ajeno (por no decir «ladrones»).

Teodoro de Samos, en el siglo VII a.C, fue a quien se le atribuye el invento del candado y junto a él, el de la llave. Aunque los arqueólogos explican la existencia de primitivas cerraduras y llaves en el antiguo Egipto y en China, hace cuatro mil años. Nos viene de lejos.

Además, tengo comprobado que es el objeto inerte con más vida de cuantos ha inventado el ser humano. Es un oxímoron, ya lo sé, pero se verifica especialmente en manos de personas con un perfil que podríamos catalogar como «despistados». Conozco algunas.

No hay otro invento que tenga una capacidad mayor de escapismo, camuflaje e incluso de migración interestelar. Yo mismo he experimentado que en ocasiones desaparecen de este mundo sin explicación ni aviso previo. Es un engorro.

 

Aunque la mayoría de nosotros les tengamos un lugar específico asignado, normalmente algún cajón de la entrada o un cuenco encima de la mesita… estos utensilios se empeñan en reubicarse aleatoriamente en cualquier sitio, menos en el que les corresponde.

Las llaves son antipáticas y pesadas. De llevar e incluso me atrevería a decir que de existir. Además se alían unas con otras y se lían. Interactúan entre ellas y tienen una perversa costumbre de penetrar en las anillas de sus vecinas, lo que además las convierte en impúdicas. Complicado desenredarlas.

Yo estoy harto de perder el tiempo buscándolas, manteando chaquetas con la esperanza de oír su timbreo metálico. Cansado de comprar llaveros y hacer combinaciones estériles. De tener duplicados y no encontrarlos cuando los necesito.

Para ponerles algún mérito, con mucha imaginación y algo de complejo freudiano mal curado, les atribuiría que pueden llegar a generar cierto placer en el encaje.

Cuando alguien te deja un manojo de llaves y te encarga abrir alguna puerta que no usas habitualmente, para recoger algun objeto, para enseñar un piso o para dar de comer al gato del vecino, da igual… acostumbra a iniciarse un proceso de deducción que evidencia la limitada capacidad de cálculo volumétrico de la mayoría de los humanos.

Acercamos los morros a la puerta para intentar entender el perfil de la cerradura y descartar aquellas llaves cuya acanaladura no sea compatible. Nos miramos las candidatas a la penetración y nos empeñamos en forzar un acoplamiento que no funcionaria ni con el mejor de los lubricantes.

Pero en la obstinación por no reconocer el fallo en nuestros cálculos, friccionamos la punta de aluminio aplicando una serie de movimientos rotatorios que, aunque provocan el aumento de temperatura del cilindro y puedan llegar a calentar el primero de los pernos, no resulta bastante estimulante como para completar la inserción.

Después de repetir la operación varias veces, la llave adecuada acostumbra a ser la penúltima o la que habíamos descartado. Pero al menos, el breve momento en que se produce la copulación, nos sentimos aliviados y satisfechos.

Cuando notamos que, ahora sí, los dientes entran con suavidad y los metales quedan acoplados gratamente, sabemos que nos quedan un par de vueltas para liberar la resistencia del pestillo y poder acceder al habitáculo.

Fijaros quan perversa tiene que ser mi imaginación para forzar esta analogía de abrir puertas con la de tener sexo. Seguramente, en una mente sana, ni siquiera esta aproximación le atribuiría ningún valor positivo a este maldito invento.

Porque ya sea debido a su voracidad por agujerear bolsillos, por su capacidad de mimetismo o por la incomodidad que supone su obligatoria compañía… sinceramente, yo no les tengo simpatía alguna. ¿Y tú?

¡Mimetismo en estado puro! hay tres practicantes. Encuéntralos.