La foto de portada

Si nos ponemos a analizar el mensaje gráfico de esta imagen hay que diferenciar 2 elementos principales y otro de circunstancial.

Los tablones de la mesa son el soporte circunstancial. Pero no están de relleno, influyen inconscientemente en la percepción del todo. Generan una perspectiva, a partir de sus paralelas, que tiende a morir en un foco lejano. Es como si nos invitase a pensar que, a partir de los objetos principales se crea un camino que se aleja paulatinamente y que no sabemos hasta dónde nos puede llevar.

La cámara ocupa un porcentaje elevado del espacio de la construcción visual. Y está en un segundo término. En parte debido a la obviedad de que, por su dimensión, en el orden inverso taparía la pluma…

Pero en realidad, hay otro motivo de mayor peso: una fotografía es un suspiro de luz. En un instante capta una escena y la retiene a perpetuidad. En lo que nos cuesta pulsar el obturador, el trabajo está hecho. Es verdad que hay un proceso de acecho y caza del momento adecuado, pero la energía invertida en el evento, seamos honestos, es escasa.

La cámara está encendida y con el objetivo levemente accionado. La luz verde del led y el cilindro de la óptica, así nos lo revelan. No es casual. No muestra un estado inerte. Muy al contrario, expresa actividad y disposición. Está todo preparado para «cazar» ese suspiro de la realidad. Sin filtros, sin engaños, sin matices siquiera.

Y en primer plano aparece la estilográfica. Es sin duda la protagonista. Está apoyada en la cámara y parecen llevarse bien. Pero hay unos cuantos detalles que nos proporcionan una información adicional…

En primer lugar, su estilismo vintage. No vemos la marca, pero no hace falta: todos sabemos cuál es. Y por lo tanto también podemos presuponer que los adornos son de oro. El anillo del capuchón y el clip ya nos sirven para imaginar que el plumín de su interior será también de oro y estará decorado con elegantes detalles propios de orfebrería.

Quien usa un instrumento de este calibre, no hay duda alguna que es un romántico de la escritura.

Y en este caso, el propietario soy yo. Mi nombre aparece grabado en relieve. El valor de esta pieza va mucho más allá de su precio. Su cotización viene dada por los innumerables trazos descritos con ella y por el exquisito tiempo que he compartido sujetándola entre mis dedos, actuando de mentor.

Hay que tener una pluma como esta para experimentar la agradable sensación de volver a un tiempo pasado, en el que lo artesano estaba por encima de lo práctico.

Además, hay otro matiz que hace única esta actividad creativa. Es el ritual que la acompaña.

El hecho de tener que desenroscar paulatinamente el capuchón para acceder al plumín, ya nos prepara para aceptar cortésmente la invitación de la lámina. Ésta, nos está dando su permiso para transgredir su radiante pulpa de glucosa con nuestra ennegrecida tinta, para convertirse así en una unión matrimonial de por vida.

La tinta previamente ha tenido que ser cargada a partir de un tintero. Hay que rellenar manualmente la boquilla para nutrir el alimentador y así conseguir que el fluido descienda, pausadamente, hasta dibujar los trazos que dan sentido y personalidad a la caligrafía.

El papel espera, inmaculado y virgen a ser estrenado.

Si nos acercamos lo suficiente y estamos en un entorno calmado y silencioso, podremos disfrutar del susurro áspero que se produce cuando contacta la punta de iridio con la textura del papel. Delicioso.

Así es como se consumó, ya hace años, mi amor por la escritura.

Ahora la tecnología nos plantea nuevos retos y nos abre nuevas posibilidades. También cautivadoras y muy interesantes. Hemos sustituido la pluma por el teclado y el papel por la pantalla en blanco, sí. Pero la esencia sigue siendo la misma.

La fotografía es una historia narrada con luz… y los libros son historias narradas con palabras. Cámara y pluma son los instrumentos para transmitirlas.

Hoy ha sido una imagen… y seiscientas setenta y ocho palabras.